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lunes, 14 de enero de 2013

Palabras mudas




Sucedió durante una de esas tardes veraniegas en la capital, lánguidas y perezosas, cuando solo quedan algunos nativos aún atados a galeras o turistas naufragados anclados a sus cámaras. A D. le gustaba pasear tranquilamente por el centro adoquinado observando paisaje y paisanaje como si fuera una viva pintura costumbrista que latía al compás de los rayos del sol que se retiraban pausadamente por las esquinas. Después de deambular un rato, decidió sentarse en la Plaza del Callao mientras los transeúntes aceleraban sus pasos por las rallas asfaltadas. Entonces llegó él, y con naturalidad se sentó al lado de D., que ya le vio venir desde lejos pues destacaba incluso entre la variedad que arrastraba la marea humana que les rodeaba. Era alto y delgado como un ciprés, largura acentuada por una especie de túnica blanca que vestía y le llegaba a los pies enfundados en unas sandalias romanas. Su cara enjuta se escondía detrás de una larga barba y cabellera blancas como cumbre de montaña rematada por el cielo de unos intensos ojos azules que escrutaban desde las alturas con curiosidad y profundidad. D. miraba a su compañero de banco con un asombro y curiosidad que debieron ser bastante evidentes porque el extraño personaje le ofreció su mano alargada y huesuda  como saludo. Con perplejidad D. la estrecho y pronunció algunas palabras corteses a cambio pero la única reacción de su compañero fue acudir a una bolsa de lana que portaba y sacar un manojo de lápices y bolígrafos, además de un cuaderno que hizo las veces de portavoz porque, asombrosamente, su dueño no pronunciaba palabra alguna, todo quedaba registrado por escrito .Y así es como empezaron una peculiar conversación, D. hablaba y el barbudo escribía, además de una forma no menos extraña, sus líneas comenzaba en una esquina del cuaderno y terminaban en la diagonalmente opuesta o tomaban la forma de una espiral excéntrica o caminaban por los bordes rectilíneos del cuaderno o se cruzaban compartiendo una palabra, además cambiaba de color para las diferentes palabras y acompañaba todo de bellos dibujos de hojas de hiedra, flores y otros motivos como si de un miniaturista medieval se tratase. Por su puesto D. le preguntó por su nombre y la razón por la que se comunicaba así, pero solo le respondió que no importaba su nombre sino sus actos y palabras y que podía hablar como cualquier persona pero que un día también cualquiera decidió hacerlo de esta otra forma porque impregnaba más la realidad. Así transcurrió un diálogo muy fructífero, comentando entre lo divino y lo humano, cuando la noche se les echó encima y D., entre tocado y aturdido, pensó en despedirse. Se disponía a ello cuando, adelantándose, su nuevo amigo rompió todos sus esquemas invitándole a cenar en su humilde morada. Una riada de pensamientos invadió a D. en ese momento destacando sobre todo esa desconfianza que las personas suelen tener como la capa de óxido que se forma en los viejos buques al cruzar los océanos .Sin embargo siguió una especie de corazonada repentina y, aún con precaución, aceptó la invitación. Así dirigieron sus pasos al barrio de Malasaña, él siguió conversando de una forma más distendida, escribiendo en un periódico gratuito que llevaba en la mano o con su dedo en el polvo de los coches con los que se cruzaban y saludando a personas de su barrio que le respondían con cordialidad.
Finalmente llegaron a su portal en el que le estaba esperando su pareja, una mujer de raza oriental de mediana edad. Hablaron por gestos y la mujer sonrió e invitó también a pasar a D. que no salía de su asombro. Siguieron por un pasillo de innumerables puertas al lado de un patio interior con multitud de ventanas hasta llegar a la adecuada, abrieron y pasaron, no sin antes quitarse los zapatos a la entrada. Era un pequeño piso con 3 habitaciones, salón, cocina y dormitorio, D.se dio cuenta de que no había un televisor presidiendo el salón y si una librería antigua con multitud de libros y cuadernos apilados ordenadamente haciendo hueco a una vieja cadena de música. De forma ordenada y metódica la pareja anfitriona colocó una bonita y gruesa alfombra de motivos geométricos en el suelo indicando a D. que se sentara cómodo en ella para disfrutar de la cena en su compañía. La mujer trajo una ensalada de frutas con sésamo esparcido y para beber té servido en la mitad de un coco que amablemente se pasaban de uno a otro mientras conversaban con tranquilidad de muy variados temas, entre ellos, por ejemplo, para que nadie necesitaría medallas si realmente las merece.
Terminada la cena, los anfitriones con la rapidez del hábito recogieron todo y mientras que su nuevo amigo mudo invitaba a D. a conversar en el sofá, la mujer se retiraba a dormir dando las buenas noches. Entonces el silencioso escritor sacó su más precioso tesoro, alargando la mano a la estantería empezó a sacar cuadernos con su extraña y maravillosa escritura pidiendo a D. que se fijara en un detalle y es que tenían estampadas las firmas de multitud de personas de todo el mundo, Helsinki, México, Granada, Nueva York, Barcelona…que habían pasado ya por su casa invitadas y que habían estado en la misma situación en que ahora estaba D. Ahí estaba recogida una amalgama vibrante, espontánea y variada de pensamientos a los que una multitud de personas habían contribuido. Y sin más tardanza abrió una nueva página con el nombre y origen de D., escribiendo una idea y enseñándosela a continuación, siendo respondida como supo y que el viejo amanuense a su vez recogió y  volvió a contestar. A veces pedía a D. que leyese un párrafo ya escrito hace tiempo lo que daba lugar a una nueva conversación.D.se dio cuenta de que había trozos escritos en castellano y otros en inglés y que, además, a veces confundía el uso de los verbos ser y estar por lo que le preguntó si era de origen anglosajón a lo que respondió nuevamente que no tenía importancia, que las ideas no tenían nacionalidad. En otro momento cogió una foto en la que aparecían unos desconocidos en un concurso de a ver quién comía más comida y empezó a escribir sobre ella de la misma manera pero de forma más crítica. Cuando casi no hubo más espacio, recortó una esquina  y pidió a D. que escribiera un deseo, guardando ese triángulo sin mirarlo dentro de un sobre en el que había otros muchos. También poseía un biblia muy ajada y manida, comentada y criticada por él en sus márgenes con palabras de muchos colores que destacaban del fondo negro y blanco de sus finas páginas. A veces quería comunicar algo rápido  y  hacía como que escribía algo en su muslo con el dedo, pero D. no conseguía pillar la estela de esas letras invisibles y finalmente lo tenía que escribir en un trozo de papel que rápidamente desechaba. Así transcurrieron las horas como en un sueño a la vez lúcido y extraño, donde el tiempo pasaba a la vez lento y como el rayo, donde nada parecía real o, más bien mucho más real que lo cotidiano. La luz de un nuevo día empezó a colarse por debajo de la puerta y el sabio mudo dio por finalizada la velada. Con la misma cordialidad de siempre se despidió de D. escribiéndole las últimas palabras e indicándole que era bienvenido si quisiera volver, solo o con un amigo. D. notó la cerradura dar vueltas a su espalda y salió con una extraña sensación a la calle. No sabía dónde se encontraba, estaba cansado y somnoliento, tenía la sensación de que en cualquier momento despertaría de ese enrevesado sueño y se reiría de sí mismo. Pero notó algo en su mano, eran la fotografía y una cuartilla de papel escrita que el sabio mudo le regaló antes de irse. D. juntó todas sus fuerzas para buscar una entrada al metro.