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domingo, 4 de julio de 2010

“Homo homini lupus”


“Homo homini lupus”… siempre que encuentro  esta locución latina recuerdo a mi abuelo. Con esto no quiero decir que le fuera aplicable, todo lo contrario, era un hombre de aquellos de los que se podía decir que era bueno por naturaleza a pesar de la escasa formación académica que recibió, como les ocurría a las mayoría de los niños hace no tantos años que solo venían al mundo como fuerza de trabajo familiar. A pesar de esto mi abuelo no era un ignorante, ni mucho menos, empezó trabajando a los siete años como zagal para un pastor  y aprendió el oficio con soltura, llegando a conocer a todo lo que crece ,nada o vuela en el raso. Pasados los años llegó a formar su propio rebaño y fue muy conocido en su trashumancia por la comarca. Dado su carácter jovial siempre era bien recibido en todos los fuegos, sacaba su flauta de hueso y cantaba antiguas canciones aprendidas de sus antecesores en una de las profesiones más antiguas del ser humano .En sus melodías revivían legendarios guerreros, atroces villanos, ninfas de  perdición, trasgos caníbales y brujas heréticas. Además siempre fue honesto en su fuero más profundo lo cual se manifestaba en todos sus actos exteriores, ningún tratante de ganado tuvo pleito con él y si alguno lo tuvo, lo perdió con vergüenza. Sin embargo le ocurrió algo que cambió profundamente su carácter  volviéndose melancólico  y taciturno, buscaba premeditadamente  la soledad dejando de frecuentar el calor de las fogatas y de sus semejantes. Todo el mundo se preguntaba por ese cambio radical y  los chismes, cotilleos y  cuentos silbaban a las espaldas de mi abuelo pasando a formar parte, con los años, de su misterio. Solo yo conozco la razón de la honda transformación ya que me la contó él mismo. En ese momento lo tomé como uno de tantos cuentos e historias con los que siempre me tenía absorto y pegado a él pero con el tiempo llegué a comprender el alcance de esa experiencia  y que quizás quisiera desahogarse con su querido nieto.
Todo empezó hace mucho tiempo, en un año  especialmente duro  el invierno  clavó sus garras sobre el páramo con saña y persistencia  alterando el curso normal de cosechas y animales.  En esos tiempos no había excusa posible y mi abuelo, recogiendo su rebaño, comenzó la trashumancia hacía la inhóspita Sierra de La Culebra. Al final de uno de esos solitarios días vio como empezaban a caer pequeñas esquirlas de cristal que brillaban ante los guiños de un sol fantasmal. Previendo una noche de blanca mortaja buscó un lugar mínimamente seguro para él y su numeroso rebaño eligiendo una zona de peñas que sobresalían someramente cubiertas de raquíticos arbustos aquí y allá. Se embutió en su pelliza de piel de oveja e intentó conciliar el sueño en vigilia de los pastores pero cuando empezó a sumergirse en él unos ruidos se le acercaron aprovechando la quietud congelada. Cauteloso decidió asegurarse de su origen y cogiendo su escopeta se dirigió a donde parecía provenir. La  luna llena parecía pulir la nieve recién caída como la plata dando un aspecto de ensueño a ese escenario, todo parecía resplandecer en éxtasis frío por lo que pronto descubrió de que se trataba: entre las peñas peladas había una lobera escavada y a sus pies una loba muerta, dentro un lobezno  asomaba el hocico aullando al espejo congelado de la luna por su madre que seguramente se atrevió a bajar a un pueblo azuzada por el hambre y allí la hirieron, encontrando la muerte de vuelta junto a su cachorro. Mi abuelo  consternado cogió un garrote para dar fin al sufrimiento del lobezno, pero  en el último momento, sin saber muy bien porqué, se compadeció del animal. Soltó el garrote y recogiéndolo, lo metió dentro de la pelliza de cordero junto a él y así pasaron la noche. Decidió criarlo como a uno de los tantos perros que tuvo, de cachorro le alimentaba con leche y carne de cordero y al cumplir el año empezó a enseñarle cómo cuidar el rebaño obedeciendo sus órdenes. Así  es como fue conocido “Cura” en toda la comarca, ese fue su nombre ya que tenía una mancha blanca alrededor del cuello, lo cual muchas veces provocaba la murmuración a los cielos de los religiosos que se cruzaban con ellos. Cura era mucho más diligente y fiel que muchos perros pastores para gran sorpresa del personal que esperaba a la bestia sedienta de sangre de los cuentos. Sin embargo, el resto del tiempo actuaba como un perro faldero, siguiendo a mi abuelo a todas las partes, escuchando su flauta como si disfrutase de su música e incluso acompañándole en ocasiones con sus aullidos. Los niños se acercaban para acariciarle y poder presumir de haber domado a un lobo y los adultos para intentar salir de su asombro e incredulidad. El tiempo  pasó sin ningún percance hasta una noche fatídica.
En esa ocasión mi abuelo dejó el rebaño en un redil y se fue a dormir a una cabaña que tenían los pastores en el monte. Quizá fueran sus años que ya le pesaban o quizá la gran confianza que tenía puesta en Cura se dejó raptar por un profundo sueño esa noche. El despertar fue abrupto, como si una amenaza se cerniera sobre él y sin calzarse totalmente su cuerpo agarró la escopeta  en un acto reflejo y salió al redil contemplando una carnicería dantesca. Cuerpos mutilados y sanguinolentos de ovejas  yacían esparcidos por doquier. El resto del rebaño le miraba con ojos de testigos ignorantes y mudos, como si nada fuera con ellos. Y en medio de todo el caos…la bestia…Cura  se mostraba exultante y orgulloso  con las fauces  y el resto del cuerpo chorreando de sangre y vísceras. El pastor, un hombre afable y tranquilo por naturaleza sintió una rabia apoderarse de él al ver que la naturaleza de la bestia no se podía cambiar. Alzó su escopeta y apenas sin apuntar disparó a bocajarro a Cura, que murió rápidamente por el impactó en su sonriente cabeza. Mi abuelo se maldijo mil veces por haberlo recogido esa noche blanca y comenzó con frustración a limpiar esa traición carnicera. Hizo un gran fuego donde comenzó a quemar los cuerpos de las ovejas muertas antes de que se pudrieran pero cuál fue su  asfixiante sorpresa al encontrar los cuerpos de otros tres  lobos muertos  por las dientes y garras de otro lobo entre todo ese amasijo de carne y sangre.
Mi abuelo me cogió de la mano y me dijo con voz trémula mirándome fijamente a los ojos:”Desde ese momento, hijo, dejé de ser persona…dejé de ser persona… ¿quién es realmente el animal?”.

2 comentarios:

  1. sólo puedo decir: muy interesante... te sigo pues!

    espero que te pases por el mío: http://vertidodepalabras.blogspot.com/

    saludos cariñosos!

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  2. Fantástico!!!!. De niño conocí también un lobo que tenía un pastor y que iba con el rebaño, troquelado con las ovejas. Un relato precioso.

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