Sucedió durante una de esas tardes veraniegas en la capital,
lánguidas y perezosas, cuando solo quedan algunos nativos aún atados a galeras
o turistas naufragados anclados a sus cámaras. A D. le gustaba pasear
tranquilamente por el centro adoquinado observando paisaje y paisanaje como si
fuera una viva pintura costumbrista que latía al compás de los rayos del sol que
se retiraban pausadamente por las esquinas. Después de deambular un rato,
decidió sentarse en la Plaza del Callao mientras los transeúntes aceleraban sus
pasos por las rallas asfaltadas. Entonces llegó él, y con naturalidad se sentó
al lado de D., que ya le vio venir desde lejos pues destacaba incluso entre la
variedad que arrastraba la marea humana que les rodeaba. Era alto y delgado
como un ciprés, largura acentuada por una especie de túnica blanca que vestía y
le llegaba a los pies enfundados en unas sandalias romanas. Su cara enjuta se
escondía detrás de una larga barba y cabellera blancas como cumbre de montaña
rematada por el cielo de unos intensos ojos azules que escrutaban desde las
alturas con curiosidad y profundidad. D. miraba a su compañero de banco con un
asombro y curiosidad que debieron ser bastante evidentes porque el extraño
personaje le ofreció su mano alargada y huesuda como saludo. Con perplejidad D. la estrecho y pronunció
algunas palabras corteses a cambio pero la única reacción de su compañero fue acudir
a una bolsa de lana que portaba y sacar un manojo de lápices y bolígrafos,
además de un cuaderno que hizo las veces de portavoz porque, asombrosamente, su
dueño no pronunciaba palabra alguna, todo quedaba registrado por escrito .Y así
es como empezaron una peculiar conversación, D. hablaba y el barbudo escribía,
además de una forma no menos extraña, sus líneas comenzaba en una esquina del
cuaderno y terminaban en la diagonalmente opuesta o tomaban la forma de una espiral
excéntrica o caminaban por los bordes rectilíneos del cuaderno o se cruzaban compartiendo
una palabra, además cambiaba de color para las diferentes palabras y acompañaba
todo de bellos dibujos de hojas de hiedra, flores y otros motivos como si de un
miniaturista medieval se tratase. Por su puesto D. le preguntó por su nombre y
la razón por la que se comunicaba así, pero solo le respondió que no importaba
su nombre sino sus actos y palabras y que podía hablar como cualquier persona
pero que un día también cualquiera decidió hacerlo de esta otra forma porque
impregnaba más la realidad. Así transcurrió un diálogo muy fructífero,
comentando entre lo divino y lo humano, cuando la noche se les echó encima y D.,
entre tocado y aturdido, pensó en despedirse. Se disponía a ello cuando,
adelantándose, su nuevo amigo rompió todos sus esquemas invitándole a cenar en
su humilde morada. Una riada de pensamientos invadió a D. en ese momento destacando
sobre todo esa desconfianza que las personas suelen tener como la capa de óxido
que se forma en los viejos buques al cruzar los océanos .Sin embargo siguió una
especie de corazonada repentina y, aún con precaución, aceptó la invitación.
Así dirigieron sus pasos al barrio de Malasaña, él siguió conversando de una
forma más distendida, escribiendo en un periódico gratuito que llevaba en la
mano o con su dedo en el polvo de los coches con los que se cruzaban y
saludando a personas de su barrio que le respondían con cordialidad.
Finalmente llegaron a su portal en el que le estaba
esperando su pareja, una mujer de raza oriental de mediana edad. Hablaron por
gestos y la mujer sonrió e invitó también a pasar a D. que no salía de su
asombro. Siguieron por un pasillo de innumerables puertas al lado de un patio
interior con multitud de ventanas hasta llegar a la adecuada, abrieron y pasaron,
no sin antes quitarse los zapatos a la entrada. Era un pequeño piso con 3
habitaciones, salón, cocina y dormitorio, D.se dio cuenta de que no había un televisor
presidiendo el salón y si una librería antigua con multitud de libros y cuadernos
apilados ordenadamente haciendo hueco a una vieja cadena de música. De forma
ordenada y metódica la pareja anfitriona colocó una bonita y gruesa alfombra de
motivos geométricos en el suelo indicando a D. que se sentara cómodo en ella
para disfrutar de la cena en su compañía. La mujer trajo una ensalada de frutas
con sésamo esparcido y para beber té servido en la mitad de un coco que amablemente
se pasaban de uno a otro mientras conversaban con tranquilidad de muy variados temas,
entre ellos, por ejemplo, para que nadie necesitaría medallas si realmente las merece.
Terminada la cena, los anfitriones con la rapidez del hábito
recogieron todo y mientras que su nuevo amigo mudo invitaba a D. a conversar en
el sofá, la mujer se retiraba a dormir dando las buenas noches. Entonces el
silencioso escritor sacó su más precioso tesoro, alargando la mano a la
estantería empezó a sacar cuadernos con su extraña y maravillosa escritura
pidiendo a D. que se fijara en un detalle y es que tenían estampadas las firmas
de multitud de personas de todo el mundo, Helsinki, México, Granada, Nueva York,
Barcelona…que habían pasado ya por su casa invitadas y que habían estado en la
misma situación en que ahora estaba D. Ahí estaba recogida una amalgama vibrante,
espontánea y variada de pensamientos a los que una multitud de personas habían
contribuido. Y sin más tardanza abrió una nueva página con el nombre y origen
de D., escribiendo una idea y enseñándosela a continuación, siendo respondida como
supo y que el viejo amanuense a su vez recogió y volvió a contestar. A veces pedía a D. que
leyese un párrafo ya escrito hace tiempo lo que daba lugar a una nueva
conversación.D.se dio cuenta de que había trozos escritos en castellano y otros
en inglés y que, además, a veces confundía el uso de los verbos ser y estar por
lo que le preguntó si era de origen anglosajón a lo que respondió nuevamente
que no tenía importancia, que las ideas no tenían nacionalidad. En otro momento
cogió una foto en la que aparecían unos desconocidos en un concurso de a ver quién
comía más comida y empezó a escribir sobre ella de la misma manera pero de
forma más crítica. Cuando casi no hubo más espacio, recortó una esquina y pidió a D. que escribiera un deseo, guardando
ese triángulo sin mirarlo dentro de un sobre en el que había otros muchos. También
poseía un biblia muy ajada y manida, comentada y criticada por él en sus
márgenes con palabras de muchos colores que destacaban del fondo negro y blanco
de sus finas páginas. A veces quería comunicar algo rápido y hacía
como que escribía algo en su muslo con el dedo, pero D. no conseguía pillar la
estela de esas letras invisibles y finalmente lo tenía que escribir en un trozo
de papel que rápidamente desechaba. Así transcurrieron las horas como en un
sueño a la vez lúcido y extraño, donde el tiempo pasaba a la vez lento y como el
rayo, donde nada parecía real o, más bien mucho más real que lo cotidiano. La
luz de un nuevo día empezó a colarse por debajo de la puerta y el sabio mudo
dio por finalizada la velada. Con la misma cordialidad de siempre se despidió
de D. escribiéndole las últimas palabras e indicándole que era bienvenido si
quisiera volver, solo o con un amigo. D. notó la cerradura dar vueltas a su
espalda y salió con una extraña sensación a la calle. No sabía dónde se
encontraba, estaba cansado y somnoliento, tenía la sensación de que en cualquier
momento despertaría de ese enrevesado sueño y se reiría de sí mismo. Pero notó
algo en su mano, eran la fotografía y una cuartilla de papel escrita que el
sabio mudo le regaló antes de irse. D. juntó todas sus fuerzas para buscar una
entrada al metro.
Hola David soy la del blog "secretos y susurros de duendes y brujas"; ya veo que a ti tb te impactó el misterioso "señor de la barba blanca" jaja.
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